Sin
duda, hay instantes en la vida que permanecen indisolubles al recuerdo. Como el
de aquella fría noche de enero, en la Concordia. A
través del imponente ventanal de la estación, apenas se percibían dos sombras
pululando por el solitario andén. Ajenas a todo y a todos.
El
tren, puntual.
-
Te llamaré en cuanto llegue.
- ¡Buen
viaje!, respondió ella.
Con
la certeza del tren en la lejanía, soltado el lastre, ser y hacer, como el vuelo de Mercurio, libre.