Abrió las ventanas para que la
humedad de la noche de julio compensara el calor de la leña encendida.
Nuevamente el problema del papel para encender el fuego. Llevaba en el bolsillo
bien doblado un ejemplar de Suck, pero no quería sacrificarlo tan pronto, después de haber
conseguido colarlo por la aduana. Prefería quemar un libro y esta vez fue sobre
seguro a por una edición de El Quijote, de Editorial Sopeña. Era una obra a la
que guardaba una vieja manía, sintiendo un deleite previo por el simple hecho
de ir a sacrificarla, y el único reparo, fácilmente superable, eran las ilustraciones
que acompañaban las aventuras de aquel imbécil. Se quedó en mangas de camisa.
Montó una extraña construcción de leños y teas, puso debajo El Quijote con las
hojas abiertas y le prendió fuego. La escena le recordó un viejo cuento de
Andersen en el que el lector asiste angustiado a la evolución de una flor de
lino desde su nacimiento hasta su muerte convertida en libro, quemado en una
alegre chimenea navideña. Aún le quedaban más de tres mil quinientos libros en
las estanterías que apresaban el ambiente de la casa como unas rejas. Podía
encender tres mil quinientas fogatas durante casi diez años.
- Manuel Vázquez Montalbán -
No hay comentarios:
Publicar un comentario