El viaje compensaba todo el cansancio y la rutina del día. Nunca era fácil apaciguar soledades ni sufrimientos ajenos, cercanos. Dolor, frustración, inseguridad, miedo... cada casa ya como edificio en ruinas, apenas sostenido por cuatro frágiles columnas, sin techumbre. No saber, no estar preparados, asfixiar para respirar. Lamento del comodín ahogado, víctima inocente en semejante valle de lágrimas.
Maldito Cronos.
De pronto, un destello inesperado. Detuvo el coche. Allí estaba, la descubrió sobre el árbol, altiva, majestuosa, nívea, sus miradas se cruzaron durante unos breves segundos, como si la estuviese esperando... hasta que alzó el vuelo, espléndida, regia, ¡impresionante!
Instantes llenos de magia, de confianza. Uno de esos regalos inesperados.
Regresó a su viejo e inseparable Renault, una dulce sonrisa dibujada en los labios. De repente, allí, en mitad de la noche y de la nada, se había encontrado con la mirada de ella, la de glaucos ojos. Atenea, mientras perdure el camino, ya eterna compañera de viaje.
- Amelia G. Suárez -
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