Intentaba
avanzar entre aquel infame gentío, pero ni siquiera era capaz de adelantar unos pasos cuando se veía obligada, de nuevo, a detenerse. Una y otra vez la misma escena repetida. Su angustia iba en
aumento y sus peores temores no habían hecho más que comenzar a escenificarse.
De súbito, sintió que algo terrible estaba a punto de suceder; allí, de pie,
entre cuerpos ajenos que la asqueaban sin remedio, una fuerza misteriosa hizo
que levantase su mirada para ver, aterrorizada, un imponente carruaje luctuoso
y tétrico, guiado por cuatro raudos caballos de un negro azabache que parecían
enviados por el propio Hades; portadores
de un imponente ataúd de ébano.
Sobrecogida
por la imagen que acababa de presenciar, de una forma inconsciente, autómata, se
preguntó quién sería el desconocido por
el que se había formado semejante cortejo fúnebre. Ni siquiera era consciente de haber realizado
la pregunta para ser respondida, cuando, con
toda claridad, pudo escuchar la voz de una mujer que pronunciaba un nombre, el
doctor Salazar de Ambós, insigne miembro de la Orden de San Juan.
Mientras
oía la identidad del difunto, sus ojos seguían contemplando, perplejos, el esperpéntico
séquito que lo acompañaba, recreando de una forma brutal y obscena el ritual
fúnebre.
Ella
sabía que, a pesar de todo, debía seguir su camino, sentía que necesitaba llegar a la vieja
casona lo antes posible; además ya debía estar muy cerca, pues todavía recordaba
que no lejos de allí se encontraba el sendero que solía recorrer en otro
tiempo; un atajo perfecto, entre árboles de sombras plácidas y reconfortantes.
Pero nada iba a ser como ella deseaba....
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